De La Isleta, siempre mi refugio (I) por Claudio Andrada

 

Un espacio diminuto, un universo limitado, un territorio donde cupieron todos nuestros sueños... Y no eran escasos ni éramos pocos los que pasábamos días y días sin bajar a la carretera, convencidos de que la vida, nuestras vidas, no precisaban de más alimentos que los que nos llegaba a la mesa y que, en ocasiones, debíamos compartir con el amigo que tenía la habilidad de llegar siempre a las horas de la comida.
Nada se decía. Un código nunca escrito ni contado impedía un mal gesto, una mala mirada, por más que el Danone tuviera ese día más de un dueño.
Así crecimos unos cuantos de nosotros, los aborígenes de esta isla dentro de otra mayor, que desde pequeños nos dijeron que se llamaba La Isleta.
En estas calles que suben y bajan, de pendientes agotadoras y bajadas a tumba abierta, aprendimos que ser de aquí no era una desgracia, como nos señalaban los de afuera, sino un orgullo que persiste con el tiempo.
Da igual en que rincón del planeta vivas, porque sabes que tu alma y tus cenizas reposarán en cualquier esquina de tu casa, aquí, en La Isleta.

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